viernes, 24 de enero de 2014

Cuando se imprimía la leyenda

Hoy es 24 de enero, San Francisco de Sales. Patrón de los periodistas en España. Del estado ruinoso de esta profesión escribí hace un mes en la revista Informadores. Esta es mi reflexión: 

 Crisis del periodismo y la comunicación. ¿Hay salida?


Para trasladar al lector la forma en que yo veo al periodismo actual y la brutal crisis del sector de la comunicación, pido atención sobre la imagen seleccionada. En ella vemos como se amenaza al reportero, fotógrafo, editorialista, entrevistador, director y editor del Shinbone Star, el inefable Dutton Peabody que interpretaba el gran actor Edmond O’Brien en la película El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962). Y el que amenaza no es otro que Valance, pistolero, matón, cuatrero, buscavidas del Oeste que no consiente que un simple gacetillero publique sus fechorías y dé a conocer al mundo sus crímenes. Peabody es un romántico de este oficio, un hombre que trabaja de sol a sol en su pequeño pueblo buscando, husmeando, destapando hechos noticiosos, una suerte de periodista acosado por el Mal en su sentido más estricto. Su antagonista, que está a punto de matarle a golpes delante de su misma rotativa, es la metáfora de los peligros que han hecho presa fácil en los comunicadores españoles y en sus maltrechas empresas: la caída publicitaria, la dependencia del poder político, la alineación en trincheras ideológicas que nos empujan hacia una pendiente empinada al final de la cual está el más absoluto desastre. Por ser claro y dejarnos de paralelismos cinéfilos: los periodistas tenemos en parte lo que nos hemos buscado dejándonos llevar por una terrible bipolarización de este país, y tenemos también lo que nos ha caído encima por la reconversión del sector (Internet, redes sociales) y la recesión que ha castigado el proyecto de decenas de medios de comunicación.

            ¿Salida para este pozo despiadado que ha obligado a cerrar empresas y a despedir a miles de profesionales? La primera que se me ocurre es la definitiva dispersión de la política y el periodismo, en la que cada uno de nosotros tenemos mucho que hacer, que decir, y lo que es más importante, que decidir. La segunda vendrá dada por la recuperación económica que todos deseamos a este pequeño Shinbone del Oeste que es España. La tercera es la adecuación de nuestros soportes a este mundo por descubrir que se ha abierto ante nuestros ojos y corazones. Recientemente volví a la Radio tras diez años de trayectoria en Televisión, y descubrí que este medio está tratando de avanzar en ese territorio por colonizar en el que los jóvenes nos llevan ya la ventaja de unas trescientas carretas. Lo mismo debe ocurrir en los demás. Nostalgias trasnochadas por ese periodismo romántico de hace décadas servirán para que entonemos todos canciones irlandesas acodados en la barra de un bar con una pinta de cerveza negra en la mano y con lágrimas en los ojos, pero no aportarán nada al futuro de la comunicación.



Copyright © Víctor Arribas

miércoles, 22 de enero de 2014

No hay nobleza en la pobreza

El Lobo de Wall Street 
Estreno en cines 17 de enero de 2014.  Trailer El lobo de Wall Street



Ya le tienen ahí, con cara, ojos y ademanes. Ya podemos corporeizar, aunque sea en los rasgos de un actor gigantesco, quizá ya el mejor de su generación, a las sombras anónimas desprovistas de moral que han arruinado a millones de pequeños ahorradores con productos financieros subprime, llámense preferentes o como demonios quieran llamarles, con cuentas en Suiza para eludir el control del fisco. Son como él. Como Jordan Belfort, cuyo estigma está en todos los rincones de esta crisis que corre ligera hacia la década para convertirse en mucho más nociva que la de 1992, más espesa y demoledora que la del petróleo en los 70, e igual al menos de empobrecedora que la provocada por el gran crash bursátil de 1929 y la consiguiente Gran Depresión. En el origen de todo estaban los personajes como Belfort, arribistas y alegales, ilegales y empeñados en enriquecerse a costa de la miseria de sus semejantes, a los que siempre consideró coetáneos pero nunca conciudadanos. Este Belfort que llevan al paroxismo Martin Scorsese y Leonardo di Caprio es como los gangsters de los años 30, atraen y repelen al espectador al mismo tiempo, deseamos su caída y su ruina a la vez que soñamos con las riquezas que acumulan con el delito como estilete de su acción criminal. Nada que ver con el Gordon Gekko que dibujó un demasiado partidista Oliver Stone. Este sujeto, que existe en realidad y comercializa sus libros y conferencias a precio de oro, vende bonos basura de empresas cochambrosas utilizando su capacidad de seducción por vía telefónica, con el único objeto de ganar importantes comisiones a costa del engaño. Es un vendemotos que considera, en su filosofía vital de desprecio a sus clientes, que no hay nobleza en la pobreza y que todo vale para evitarla.



Scorsese borda la exposición de los excesos del personaje, cuyo  entorno es peor que la mafia porque en la mafia hay honor (Uno de los nuestros), y es peor que el juego (Casino) porque las reglas de la ruleta son aceptadas hasta por los estafadores que las contravienen. El director neoyorkino narra la ascensión de Belfort desde la fundación de su empresa Stratton Oakmont en un suburbio de Long Island, y emplea a toda la “famiglia” para tal fin: el guionista Terence Winter lo fue también de Los Soprano, la montadora Thelma Schoomaker lo ha sido de prácticamente toda la obra de Scorsese, y su estrella masculina es la que ha poblado sus últimas películas relevantes desde hace más de una década. Su descripción de las bacanales en las que se mueve el excesivo y amoral Belfort no ahorra detalles, son fiestas con prostitutas, cocaína, crack, alcohol… Belfort lo cuenta en su libro al que Scorsese es sorprendentemente fiel (como hizo en Infiltrados con Juego Sucio), con una apuesta formal que pone al espectador al borde de un ataque de nervios, como ocurría en Al límite (Bringing Out the dead, 1999). ¿Alguien puede explicar por qué el montaje no ha sido nominado al Oscar? Scorsese usa la voz en off, pero rompe la posible convencionalidad de ese recurso con interpelaciones del propio Di Caprio a los espectadores para que crean o dejen de creer en lo que ven. En su puesta en imágenes, El lobo de Wall Street es una de las mejores obras de su autor y vuelve a situar la calidad de su cine a la altura de las mejores, Toro Salvaje, Uno de los nuestros, Taxi Driver.
Es además la quinta película de Di Caprio con el genio de Queen’s. El actor remonta hasta el infinito tras su protagónica contribución al desastre de El gran Gatsby de Baz Luhrman.  Serán dificiles de olvidar para los aficionados con un mínimo de memoria los discursos que profiere a su manada de lobos en la sede de Stratton Oakmont. Ha ganado ya el Globo de Oro al mejor actor de ¿comedia? ¿será comedia negra? Una broma del marketing cinematográfico.  Es tan autodestructivo y hedonista como el Howard Hughes de El aviador. Tras él, la producción ha elegido un reparto multifacético, con  directores de cine (Rob Reiner, Jean Dujardin, Jon Favreau) y nuevas estrellas por consagrar. como la prometedora Margot Robbie. 




Jonah Hill es Donnie, el Joe Pesci de la función, el lugarteniente siempre fiel al lobo de Wall Street que asistirá a su ascenso y será traicionado en su caída. Sobresale un secundario aislado cuya participación es nuclear para el relato, Matthew McConaughey como Mark Hanna, cuya  conversación con Belfort a su llegada como novato a Wall Street define su personaje, su mundo de tiburones sin escrúpulos y su amoralidad, y le abre las puertas a un infinito de lujo, poder, vicio y corrupción. Los brokers no escatiman mal gusto en su carrera hacia el infierno, lanzan enanos contra una diana, comparten mujeres como si fueran objetos de usar y tirar, esnifan la droga en el trasero de las señoritas de alterne contratadas para dar rienda suelta a la más explícita desinhibición. La escena en el yate con los agentes del FBI anunciando la investigación a Belfort  demuestra el doble plano en que éste sitúa a los seres humanos, en función de los billetes verdes que son capaces de reunir. A Scorsese debemos agradecerle que con el  agente Denham, Kyle Chandler, no caiga en la tentación de abrir una historia tangencial o subtrama, dejando que su vulgar y trasnochada existencia sólo ocurra en la mente y la imaginación, haberlo mostrado más alá de sus miradas en el metro volviendo a casa habría sido un subrayado fatal en el que otros muchos directores habrían caído sin dudarlo. Al final Belfort  acepta un pacto con la Justicia para delatar a sus colegas, como en Goodfellas ,y librarse de una condena superior a los 20 meses que pasó en prisión, como Henry Hill (Ray Liotta), que también emplea como leit motiv de su vida igualmente excesiva la frase “no hay nobleza alguna en la pobreza”  al finalizar ese prodigioso fresco sobre la mafia que es Uno de los nuestros, con la que tantos paralelismos  comparte.     
         


Como juego para proponer a quien se acerque estos días a El lobo de Wall Street, intente averiguar dónde y cómo se hace un pequeño homenaje a la película de Tod Browning La parada de los monstruos, Freaks

lunes, 13 de enero de 2014

Diamante para la eternidad

SOGA DE ARENA
(Rope of Sand) Paramount, 1949. The irresistible glamour of Africa



África. La pasión del cine norteamericano por el continente negro ha sido y es eterna, y se renueva en las diferentes generaciones y etapas cinematográficas. Con frecuencia el género que más ha visitado los escenarios de la sabana, el desierto y los Grandes Lagos ha sido el de aventuras, pero en acercamientos esporádicos también lo han hecho el cine romántico, el drama épico, el bélico… y el cine negro.  Con Rope of Sand el espectador se encuentra ante una fascinante muestra de mestizaje de géneros en la que predominan elementos noir como la ambición, la mujer mentirosa y casquivana, el flashback, y el componente perdedor de buena parte de los personajes que pueblan la trama. Algo parecido ocurría en títulos como Cuando muere el día (Sundown, 1941) de Henry Hathaway, Argel (Algiers, 1938) de John Cromwell y su nueva versión, Casbah (1948) de John Berry, aunque por su equivalencia en escenarios desnudos y arenosos, y por su lectura también amarga de la codicia humana, el más comparable sería Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) de Billy Wilder. Pese a todo, la mayor parte de los especialistas coinciden en que nos hallamos frente a una suerte de peculiar aproximación heterogénea a Casablanca (1942) de Michael Curtiz, un Casablanca negro y atípico, en el que también un grupo de personajes encerrados en una ciudad exótica se despellejan para lograr un codiciado tesoro: los salvoconductos en la obra de Curtiz, los diamantes en esta joya del desierto. Realizada siete años después que la mítica producción Warner, en Soga de arena vuelven a trabajar el productor Hal B. Wallis y tres de sus actores inolvidables: Claude Rains, Peter Lorre y Paul Henreid, aunque a las similitudes evidentes de la producción habría que contraponer las ostensibles diferencias de fondo. Aquí, al contrario que en  Casablanca, revolotea una mujer alrededor de todos los hombres con afán interesado; aquí a diferencia de Casablanca el protagonista no es un cínico que busca su futuro lejos del foco del conflicto sino un vengativo excazador que vuelve al lugar del conflicto para arreglar cuentas con el pasado; aquí a diferencia de Casablanca ese protagonista no se sacrificará quedándose y renunciando a la mujer a la que ama. 
La soga de arena a la que hace referencia el título queda especificada por la voz en off que abre el relato: “Este desierto en Africa, donde un árbol reseco alivia los paralelos del tiempo y del espacio, rodea como una soga de arena una zona rica en diamantes. Una tierra donde, afectados por la monotonía y el calor, los hombres olvidan las reglas de la civilización” ("This part of the desert of South Africa, where only a parched camelthorn tree relieves the endless parallel of time and space and sky, surrounds like a rope of sand the richest diamond bearing area in the world, an uneasy land where men inflamed by the monotony and the heat, sometimes forget the rules of civilization”) . Dieterle dispone a sus antihéroes en torno a esa franja de arena cálida y pedregosa para enfrentarlos unos contra otros y todos contra todos, con una violencia pocas veces soterrada, personificada sobre todo en el comandante Vogel y en sus odios y torturas hacia aquellos que osan cruzar la línea roja de sus dominios para llegar a las montañas de diamantes. Mike Davis  no le va a la zaga: su obsesión es recuperar los diamantes que dejó abandonados en un remoto paraje, pero también cobrarse venganza si puede ser masacrando a su antagonista Vogel para zanjar cuentas pendientes del pasado. Ese pasado que tanto pesa en el cine negro y que atraviesa la narración de Soga de arena, junto al odio, la falta de escrúpulos, la avaricia y el engaño. Todos mienten a todos, y en ese arte de la mentira el dominador es el director de la compañía  Martingale, un Claude Rains majestuoso a la altura de su soberbia actuación en Encadenados (Notorious, 1946), capaz de colocar la bola negra en la votación para la admisión de su patrocinado Vogel en el club Perseus de Ciudad del Cabo, de contratar a la buscavidas Suzanne Renaud para que sonsaque a Davis sobre sus propósitos, o incluso de engañar a sus dos interlocutores en una secuencia final plena de suspense y de emoción.
Pese a ser una historia ambientada en Sudáfrica, en esa ciudad-lanzadera que es Diamandstad, no abundan los personajes de raza negra, Hollywood seguramente no estaba aun preparado en 1949 para semejante avance racial, pero los dos que aparecen son determinantes para la acción: el fugitivo cazado en las dunas tras atravesar la Zona Prohibida, y el asistente de Mike Davis que sufre la agresión del brutal comandante de policía de la Colonial Diamond Company, que domina y sojuzga a los habitantes de la ciudad. Poder contemplar esta extraordinaria película del Hollywood clásico sin salir de casa es un verdadero lujo, máxime si se tiene en cuenta que ha sido uno de esos filmes malditos que ha costado años localizar, como ocurría también con Sangre en las manos (Kiss the Blood off My Hands,  1948) de Norman Foster , Hondo (1953) de John Farrow o Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, 1953) de Elia Kazan. Ha sido casi imposible verla en nuestro país desde que el 16 de septiembre de  1975 se hizo su último pase televisivo. Por eso es un  placer aún mayor tenerla ahora entre las manos.


                Considerado uno de los mayores talentos de la producción en el cine norteamericano de la época dorada junto a Thalberg, Cohn, Wanger o Zanuck, Hal B. Wallis tiene un hueco propio en el glosario de ese movimiento tan atípico y difuso que es el Cine Negro, descubierto y bautizado por los franceses años después de iniciarse. Su adscripción a la compañía de los hermanos Warner y la apuesta de ésta en los años 30 por el drama criminal, generalmente con las biografías de gangsters, le permitió insertar su nombre en títulos inolvidables de aquella década como Hampa dorada (Little Caesar, 1930) o Los violentos años 20 (The Roaring Twenties, 1939). Wallis, definido por la revista Life como “un pionero entre los independientes y un prototipo de ellos”,  no era un productor cualquiera: solía meter la cuchara en todos los aspectos de la realización de una película, especialmente en la elaboración de los guiones para los que elegía cuidadosamente a sus empleados y a los arreglistas (eso ocurre con Soga de arena: Walter Doniger escribe el guión sobre su propia historia, y Wallis contrata a John Paxton para reescribir los diálogos y darles fuerza). En 1942 abandonó la compañía en la que había desarrollado toda su carrera como director de producción y fundó Hal Wallis’ Productions, pactando con Paramount la distribución de la mayor parte de sus obras, como en el caso que nos ocupa. El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946) de Lewis Milestone, Al volver a la vida (I Walkl Alone, 1948) de Byron Haskin o Voces de muerte (Sorry, Wrong Number, 1948) de Anatole Litvak contaron con un  denominador común: el actor Burt Lancaster, estrella en ciernes que protagoniza también Rope of Sand.  El escritor Paxton no fue elegido al azar, había escrito guiones como Historia de un detective (Murder, my Sweet, 1945) y Encrucijada de odios (Crossfire, 1947) para Edward Dmytryk,  conocía por tanto el enfoque progresista en los conflictos raciales y  el uso de la violencia como componente narrativa. Pero junto a Wallis, el alma de la película analizada aquí es un curioso personaje de la sociedad californiana que le acompañó durante décadas y con el que llegó a producir 63 films después de la salida de ambos de Warner:  Joseph H. Hazen, abogado, cineasta, coleccionista de arte y filántropo, con el que fundó la Wallis-Hazen Inc. cuyo primer proyecto fue Soga de arena.  Ambos dec idieron que las filmaciones de esta árida y desértica película se realizaran, con las dificultades que eso conllevaba, en el área polvorienta de Yuma, Arizona, escenario de aquella obra recordada de Samuel Fuller con el mismo nombre en España. Trasladar al equipo de producción a tantos miles de kilómetros de Hollywood supuso un coste y un desgaste enormes, especialmente para la debutante en esta función, la joven actriz  Corinne Calvet, recordada por ser la adolescente que guiaba a James Stewart por las montañas en Tierras Lejanas (The Far Country, 1954) de Anthony Mann.  Starlette francesa del “harén” de Hal Wallis (1), Calvet fue en aquellos años conocida más por sus extravagancias y sus pleitos que por sus capacidades dramáticas. Interpuso una demanda a la también actriz Zsa Zsa Gabor por haber afirmado que  no era francesa, y durante el rodaje de ¡Vaya par de marinos! (Sailor Beware, 1952), con Jerry Lewis y Dean Martin, cuando Wallis se atrevió a decir que llevaba pecho falso, le puso inmediatamente la mano debajo de su vestido, delante de un incrédulo Martin. En sus fascinantes y audaces memorias Has Corinne Been a Good Girl?: The Intimate Memoirs of a French Actress in Hollywood  (St Martins Press, 1983), también cuenta que en su primera película con Martin y Lewis, My Friend Irma Goes West (1950), el chimpancé Pierre se volvió sexualmente loco porque la actriz tenía sus menstruaciones. Wallis y Hazen eligieron además  como jefe de fotografía a Charles B. Lang, empleado de Paramount durante dos décadas, que usa brillantemente las sombras de los interiores y la luminosidad asfixiante del desierto.


                La función tiene, con permiso de los anteriores,  dos grandes maestros de ceremonias: su estrella principal y su director. Burton Stephen Lancaster (Nueva York, 1913- Los Angeles, 1994) tiene una de esas biografías hollywoodienses que, sin llegar al nivel aventurero de un Raoul Walsh o un George Raft, podría convertirse en argumento para una buena historia en la pantalla. Fue gimnasta, acróbata circense junto a su inseparable Nick Cravat, recorrió el país entero de circo en circo, sirvió para el ejército en ultramar entreteniendo a las tropas con sus números, y fue actor de teatro en la Gran Manzana. Hasta que otro gran productor, Mark Hellinger, le descubrió para el Cine y le llevó a Hollywood para acompañar a Ava  Gardner en Forajidos (The Killers, 1946) de Robert Siodmak.  Pese a ser un intérprete recordado sobre todo por sus actuaciones en el género de aventuras y el western, en el noir exhibió un gran registro dramático generalmente sobre personajes atormentados por el pasado y castigados por el destino: Fuerza bruta (Brute Force, 1947), El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1949) y la mencionada Sangre en las manos . Su magnífico físico y su capacidad para llenar la pantalla con una simpatía y un don de gentes extraordinarios fueron la tarjeta de presentación de este mito del cine norteamericano de todos los tiempos, que por cierto revisitó el desierto en varias de sus apariciones en la pantalla: el Sahara en  Diez Valientes (Ten Tall Men, 1951) y el de México en Los Profesionales (The Professionals, 1966). Lancaster consideraba Soga de arena como una de las peores películas en las que había participado, y en su biografía escrita por Kate Buford (2) apenas se reservan para ella tres o cuatro líneas despectivas.  Sólo pretendió participando en esta maltratada película cumplir con la obligación contractual de protagonizar una película anual para el tándem Wallis/Paramount.
                Dieterle es el tercer gran William del cine clásico norteamericano tras Wyler y Wellman. Actor y director nacido en Alemania siete años antes del nacimiento del siglo XX, su formación artísitica hundía raíces en el teatro de Max Reihardt (3), que influyó de forma determinante en su estética y su forma de visualizar la escena. Con el fin de interpretar las versiones alemanas de sus películas, la Warner le reclamó desde EEUU donde llegó a ser un reconocido realizador especializado en biografías apasionantes (Benito Juárez, Louis Pasteur, Emile Zola),  adaptaciones de clásicos literarios y películas aventureras.  De todas ellas, El hombre que vendió su alma (The Devil and Daniel Webster, 1941) realizada para RKO, es la más apasionante y aguda, aunque ni mucho menos la más conocida o popular (Blockade, Esmeralda la zíngara, Cartas a mi amada, Jennie, La senda de los elefantes, con la que volvería a escenarios exóticos…). Bill Dieterle es un semi olvidado artista al que sólo las nuevas generaciones de cinéfilos están redescubriendo a través del DVD y de Internet. 


                Los hallazgos visuales y de puesta en escena de Soga de arena son constantes y elevan el nivel de un guión algo  convencional en cuanto a historia y esquema narrativo, pero brillante en los diálogos. La función se abre de forma impactante y magistral: un cartel que avisa de peligro en mitad del desierto, advierte de la multa de 500 dólares o un año de cárcel para todo aquel que cruce el área de diamantes, y a continuación un gran travelling siguiendo a un fugitivo de raza negra perseguido por un vehículo oruga militar. La voz en off que ha narrado el peligro de adentrarse en la Zona Prohibida deja paso a un relato lineal, sólo alterado en el tiempo durante un flashback  en el que se recuerda el origen del conflicto, cuando Mike Davis fue abandonado por el hombre que le contrató en mitad de las dunas y al que luego salvó de una muerte segura. Son secuencias las del desierto de un enorme impacto físico, sedientas y asfixiantes como esa pelea nocturna de Davis y Vogel, con la arena del desierto incrustada en los ojos de los dos hombres exhaustos en su lucha a muerte.  Las grandes extensiones desérticas son el gran decorado natural del film, pero en decorados construidos en los estudios Paramount de Melrose Avenue se sitúa el club Perseus, la casa colonial de Vogel, la comisaría y los locales nocturnos donde tiene lugar buena parte de la acción. En uno de ellos se inicia la  seducción de la araña al cazador, de Suzanne Renaud con vestido negro de tirantes  a Mike Davis con el traje banco característico de los lugares húmedos y calurosos. Las sombras, el humo de los cigarrillos, los ventiladores moviendo sus aspas en el techo… y la partida de póker intercambiando planos generales con planos muy cortos de los naipes y de las reacciones de los jugadores. Una construcción visual de muchos quilates.  En ese ambiente tiene su ámbito de influencia el siempre escurridizo y taciturno Peter Lorre, la guinda de este pastel, en un rol muy similar al de Joel Cairo en Casablanca.  A él pertenece la frase más significativa del guión en una de sus clarividentes conversaciones con Mike:  “Coge al diamante y, químicamente hablando, es el más duro de todos los materiales, tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma humana…”. Aunque las frases lapidarias de Martingale, ese gusano sin escrúpulos que quiere los diamantes y la gloria, no le van a la zaga: “¿Por qué no aprendo que lo más peligroso de una mujer amoral es su tremenda e impredecible reserva de honestos sentimientos?” dice al descubrir que Suzanne se ha enamorado de Davis. Los retoques de Paxton se notan en esas extraordinarias soflamas, y en la invención del nombre real de la prostituta que amalgama a los personajes masculinos: a mitad del relato se nos explica que no se llama Suzanne Renaud, sino Anisenelette Duvingneaud, y además es bailarina. Un verdadero golpe bajo al espectador… Toady se reserva, en la secuencia del desenlace en el puerto equivalente al  aeropuerto de Casablanca, la línea final del guión en la que queda un resquicio incluso para valorar mejor a Martingale-Louis Renault: “Qué cosa asombrosa el diamante. Carbón, hollín químicamente hablando, y aún así el más duro de todos los materiales, tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma humana…, excepto claro, bajo circunstancias inusuales y en las manos correctas. Sí, una cosa asombrosa”.



 Sinopsis: 
Diamantstad. Sudáfrica. Una serie de personajes buscan unos diamantes escondidos en algún lugar de la Zona Prohibida, un área de acceso restringido que supone para todo aquel que lo atraviesa la tortura ordenada por el siniestro e implacable jefe de policía Vogel. Mike Davis regresa al lugar dos años después de haber descubierto un yacimiento de diamantes en mitad del desierto en los terrenos de la compañía extractora. Su director, Martingale, contrata a una aventurera llamada Suzanne Renaud para que seduzca a Davis y consiga la información del lugar en el que se encuentra el filón. Las relaciones entre los cuatro se van complicando hasta el violento y mortal desenlace. 

Notas:
(1)
El inicio de este famoso esclavismo que el productor aplicaba sobre sus estrellas femeninas en ciernes era sencillo. Wallis prestaba dinero a sus jóvenes promesas para que compraran casas en Hollywood  y luego les pedía a cambio cualquier cosa.
(2)
 Buford, Kate. Burt Lancaster. An American Life (Da Capo Press, 2000)
(3)
  Junto a Reinhardt dirigió El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream) en 1935, tras convencer a la Warner de que le dejaran poner en marcha un proyecto tan ambicioso (y fallido).

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