Ocurre
hasta en las mejores familias. Ya se puede tener fama y trayectoria
intachables, como el cuerpo de Policía de Los Angeles (LAPD), que el destino hace casi inevitable la
aparición de ovejas negras que intentan contaminar el rebaño. La narración vigorosa y sólida que propone Infierno 36 dibuja el perfil de uno de esos policías que
sucumben a la tentación de apropiarse de lo ajeno, porque tenerlo delante es
una tentación demasiado a la vista. El agente Calhoun Bruner saca de sí mismo
lo peor del ser humano y se olvida de la placa y los valores que representa, en
un tramo final de la película que sirve para la acción de contrapunto de su
compañero Jack Farnham, hasta entonces perfecto complemento profesional y
personal del turbio policía, y convertido en voz de su conciencia. Los cien mil
dólares que Bruner roba durante la operación de captura del sospechoso podrían
servir para una vida más placentera y hedonista al otro lado de la frontera con
México, pero son una sucia mancha en el
historial además de una traición a la confianza de los ciudadanos que depositan
su seguridad en manos de la Policía. En términos jurídicos podríamos estar
hablando de una mancha similar a la de un juez que comete prevaricación:
traiciona lo más sagrado de su condición
de servidor público. En el cine (negro) la desviación en la conducta de los
funcionarios ha tenido, en la época clásica norteamericana, grandes títulos
como referencia, pero no siempre la corrupción que aparece entre los que están
a este lado de la Ley lo hace en forma de apropiación del dinero antes en poder
de los delincuentes. No todos son tampoco
como el capitán Renault (Claude Rains) de Casablanca
(1942), que recibía sobornos por salvoconductos para salir de la ciudad
norteafricana; algunos miran para otro lado y hacen la vista gorda con el juego
clandestino y el delito hasta que exigen su parte del botín en un robo bien
planificado, como el teniente Dietrich (Barry Kelley) de La jungla de asfalto ( The
Asphalt Jungle, 1950); otros como el oficial Garwood (Van Heflin) cruzan la
barrera de lo legal para robarle la esposa a un confiado ciudadano en El merodeador (The Prowler, 1951); todo un
Departamento de Policía puede estar implicado en la trama mafiosa como descubre
el Sargento Bannion (Glenn Ford) en Los
sobornados (The Big Heat, 1953);
los hay que se creen la Ley, y que nada hay por encima de ellos hasta el punto
de confundir el Bien con el Mal, como el sargento Hank Quinlan (Orson Welles)
de Sed de mal (Touch of Evil, 1958); por no citar otras corrupciones policiales
más recientes aparecidas en films que perpetúan el género como Copland (1997), L.A. Confidential (1997) o las dos versiones de Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992 y 2009)
firmadas por Abel Ferrara y Werner Herzog.
Private Hell 36 goza de una peculiaridad
argumental sobre todas las obras mencionadas. El espectador confía en el joven
agente y en su compañero, nada que no sea subliminal o tan sólo insinuado
(apreciable sólo en una segunda o tercera revisión de la película) hace pensar
que Calhoun Bruner va a sufrir un arrebato de avaricia. Es incluso descartable
una vez aparece en escena la cautivadora Ida Lupino en su personaje de Lily
Marlowe, del que Bruner se enamora, y que parece querer salir con él de un
cierto submundo nocturno y ajetreado en el que se mueve. Ese rapto de codicia,
que se produce en una magnífica secuencia de suspense al caer el coche del
atracador por un barranco y quedar el botín a disposición de la pareja de
policías, revela su sentimiento larvado del delito, confirmando que en toda
familia modélica hay algún caso perdido. La investigación posterior de la
desaparición de una tercera parte del dinero, la huída preparada por Bruner y
el escondite hallado (gran hallazgo del guión) en una autocaravana con el
número 36, hacen subir el crescendo narrativo
hasta un final trágico pero fácilmente adivinable. La inclusión de este oficial
de policía al margen de las normas y traidor de sus propios juramentos provocó
la crítica de muchos analistas en el año de su estreno. El Hollywood Reporter (1) se quejó de que "las películas corren el peligro de
excederse al retratar a la policía y ,
en un momento trascendental, de crear una falsa impresión desfavorable de los
métodos norteamericanos de aplicación de la ley a la vista de los países
extranjeros. Esta es la tercera película que ha disertado sobre este tema ultimamente
".
¿Puede un director formado en las
claves del western clásico y bajo la influencia de otros como Hawks y Walsh,
dominar el noir y hacerse cargo de un
proyecto como Infierno 36? Es obvio,
a la vista del resultado, que sí aunque inicialmente en esta película trabaje
por encargo y con un guión elaborado y cerrado por una de las estrellas del
reparto, a la sazón ex mujer del productor y cofundadora de la compañía bajo
cuyo sello se llevó a cabo la producción. No sólo eso. Gracias a procesos de
aprendizaje avanzado como éste, como El
gran robo (The Big Steal, 1949),
como Cuenta las horas (Count The Hours, 1953) o como Motín en el Pabellón 11 (Riot in Cell Block 11, 1954), Don Siegel
se convirtió en un gran experto tras las cámaras con un puñado de obras
destacables en varios géneros pero con un acento muy reconocido en el
policíaco, y especialista en el estudio de la violencia en su país. Donald
Siegel (Chicago, Illinois, 1912- Nipomo, California, 1991) llegó a ser en la
década de los 60 un aventajado representante de lo que se ha llamado “Generación de la violencia” junto a Sam
Fuller, Robert Aldrich, Richard Brooks o Richard Fleischer, forjando títulos incluidos
en esa tendencia como Código del hampa
(The Killers, 1964), Brigada homicida (Madigan, 1968) y La jungla
humana (Coogan’s Bluff, 1969),
para distinguirse más tarde en los 70 como el gran líder del thriller delictivo
en el que se confunde el Bien con el Mal en la labor policial,
y en el que los transgresores de las normas suelen ser psicópatas
irreconducibles como en Harry, el sucio
(Dirty Harry, 1971) y Telefono (Telephon, 1977), o temperamentales cerebros planeando el golpe
perfecto como en La gran estafa (Charley Varrick, 1972). Como dominador
de otros géneros destacó en su celebrada incursión en el fantástico con La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956),
una clara parábola en la época de la Caza de Brujas. Buscando las fuentes
documentales en los inicios de una de las grandes filmografías del cine
norteamericano en la segunda mitad del siglo XX, encontramos que sus películas
insertadas en el film noir en los
años 50 son series B realizadas en
apenas dos semanas, con gran economía narrativa y de medios , con “antihéroes inadaptados sociales en un mundo
dominado por la corrupción” (Andrew Sarris). Para Private Hell 36, Siegel fue elegido por una productora
independiente, Filmakers Productions Inc., que se encargó también de la
distribución, y cuyos propietarios Ida Lupino y Collier Young habían escrito la historia y el guión sin dejar nada a la
improvisación. En su divertida y en muchos momentos sorprendente autobiografía,
escribió: “cuando me presenté y leí unas
cuarenta páginas, empecé a sentirme incómodo porque ellos querían que empezara
a rodar lo antes posible. Yo quería empezar cuando el guión estuviera acabado y
después de añadir mis propias ideas al guión” (2). Con esos mimbres afronta
el director un rodaje en el que el elemento clave de la puesta en escena se
convierte en su único refugio para dotar a la obra de un carácter más personal
e influyente en sus trabajos posteriores. Los escenarios naturales en los que
se rodó, como el hipódromo Hollywood Park Racetrack de Inglewood, se combinaron
con la mayor parte de las tomas en los
estudios Republic de Radford Avenue, un paraíso de la serie B. Siegel eligió como asistente para los diálogos a un
joven que ya despuntaba y que fue acreditado como David Peckinpah, años después
realizador de gran trascendencia conocido como Sam Peckinpah, y vió frustrada
la opción de que el actor Edmond O’Brien, un icono del género noir, pudiera interpretar al agente
corrupto que se enfrenta a la rectitud de su compañero Howard Duff. Las
imágenes de Infierno 36 son captadas
por la cámara de uno de los grandes
directores de fotografía del Cine clásico, Burnett Guffey, cuyas
aportaciones al cine negro son innumerables y van desde los interiores
contrastados de En un lugar solitario
(In a Lonely Place, 1949) a los
exteriores rectilíneos y asfixiantes de The
Sniper (1951), dos obras maestras de Nicholas Ray y Edward Dmytryk.
Uno de los grandes atractivos de la película es la presencia, casi omnipresencia, de la actriz, directora, cantante y escritora Ida Lupino, la “reina de las B-movies”. Pero podría también ser conocida como la “reina de las noir-movies”, por su presencia inquietante y sofisticada, por su hiperactividad en la época clásica, y por el virtuosismo e inteligencia que desplegó en sus personajes y en sus facetas artísticas como directora, productora y guionista. Ida (Londres, 1918- Los Angeles, 1995) mostró siempre, durante sus años de formación en el Cine, unas inquietudes que le distanciaban del resto de actrices de su generación: ella quería siempre ir más allá, investigar la forma de rodar de los directores y la de escribir de los guionistas. Esos años iniciáticos en Hollywood tras una carrera dramática en su país natal estuvieron unidos siempre a Warner Bros., la productora en la que apareció en grandes obras como Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935) de Henry Hathaway, Pasión ciega (They Drive By Night, 1940) y El último refugio (High Sierra, 1941), ambas de Raoul Walsh. Al desvincularse del estudio, inició su carrera como independiente aunque siguió firmando apariciones estelares para Jean Negulesco (El parador del camino, 1948) y Nicholas Ray (On Dangerous Ground, 1952). Por aquellos años ya había decidido dar el salto a la dirección y convertirse en la primera mujer de relevancia que dirigió películas importantes en Estados Unidos, incluso un gran título del film noir ha entrado en la leyenda del culto entre los cinéfilos: El autostopista (The Hitch-Hiker, 1953), basada en un secuestro real y rodada en los mismos escenarios donde se produjo, un prodigio de serie B amparada por su propia compañía cuya denominación mutó de Emerald Productions a The Filmakers para terminar como Bridget Productions, en honor a su única hija que aparece fugazmente en Infierno 36. Outrage (1950) y The Bigamist (1954) completaron su trilogía más reconocida en la que se ocupó de los problemas sociales de las mujeres (violación, bigamia, enfermedades) y rompió muchas lanzas por su independencia y su inserción con todos los derechos en la sociedad americana de la época, en un mundo de hombres. Lupino se separó del escritor Collier Young apenas unos años antes de realizarse Private Hell 36, pero aún eran socios en la compañía. Al también coguionista de la historia le tocó presenciar durante el rodaje como su ex se acurrucaba con su marido actual, el coprotagonista del film Howard Duff, que a su vez asistió a la relación romántica de ficción que protagonizaron en el relato la actriz y el protagonista Steve Cochran. Retazos de sus dotes como organizadora eran su costumbre de ocupar la silla de director en el set con las palabras “Mother of Us All” en lugar de su nombre o de hacerse llamar Mother durante los rodajes como explicó en su texto “Me, Mother Directress” (3).
Cochran
(Eureka, California, 1917- Océano Pacífico, 1965) fue otro destacado intérprete
de la serie negra, muy reconocible en papeles de gangster en varias películas
del género: fue el desleal Big Ed Sommers en Al rojo vivo (White Heat
, 1949) para Raoul Walsh en Warner, uno de los atracadores de la banda
tri-estatal en Carretera 301 (Highway 301, 1950) de Andrew L. Stone, y
el jefe mafioso Joe Sante en La vida de
un gángster (I, Mobster, 1958) de
Roger Corman. Siempre supo seducir a las mujeres en la vida real y en el cine,
y murió de una infección pulmonar a bordo de su yate frente a las costas de
Guatemala, ante la incapacidad de las tres bellas señoritas que le acompañaban
para llevar a puerto la embarcación. Junto
a él y como otra de las starlettes del reparto en un personaje secundario como
la mujer del policía Duff, la cautivadora Dorothy Malone (Chicago, Illinois,
1926) que hizo su gran debut en una escena de El sueño eterno (The Big
Sleep, 1946) de Howard Hawks junto a Bogart, y que más tarde destacó en los
melodramas de Douglas Sirk. Malone es una de las estrellas aún vivas de la
época dorada del cine, vive plácidamente su vejez en su casa de las colinas de
Hollywood a poca distancia del famoso cartel que corona la ciudad.
Como ocurre en muchas películas marcadas por la estética de la violencia, en muchos títulos de Fuller especialmente, la primera secuencia de Private Hell es impactante y muestra un crimen. Vemos un ascensor, del que sale un atracador y deja atrás mortalmente tendido en el suelo a su víctima, la víctima del robo que acaba de cometerse y que será el McGuffin que nos llevará hasta la costa oeste para que veamos en la primera mitad del film cómo actúa la policía en su investigación de un robo y en la persecución del portador del botín. Este, al que casi nunca veremos pese a ser el objeto de la trama, va dejando un rastro de billetes marcados que son detectados y rápidamente localizados por la Policía. Estamos asistiendo en esos primeros compases a un típico police procedural, a una suerte de documental muy al estilo del cine negro, en el que se nos muestran las habilidades del cuerpo policial y sus procedimientos para capturar a los delincuentes. Poco a poco, Siegel y los guionistas van introduciendo esa otra historia personal que se inserta en la rutina de los agentes: Farnham casado y con una chica esperándole en casa a la hora de la cena, y Bruner solitario y cautivado rápidamente por los ojos y la voz de la cantante cabaretera que aparece en plena investigación, Lily Marlowe. La disección de la puesta en escena revela las influencias de otros medios como la radio y la televisión, y permite observar momentos de una elevada intensidad en la narración, como las secuencias en el hipódromo, o mucho más provista de acción la modélica persecución en automóvil que anticipa la magnífica The Line Up. Los dos coches, el del sospechoso del robo en Nueva York y el de los policías perseguidores, corren raudos por la montaña hasta que el asesino cae por un barranco, y su cuerpo es extraído por los agentes del interior del coche. Todo sin palabras, sólo con el sonido de fondo de la radio del vehículo, hasta que un billete se posa casualmente en el zapato izquierdo de Bruner, que mira hacia el punto de partida del dinero que está volando por los aires: una caja de caudales abierta. Sin mediar una sola línea de diálogo, los dos personajes ven pasar ante sus ojos la tentación de quedarse con la pasta, al menos con una parte, pero el sentimiento de culpa de Farnham es demasiado grandes, mucho más que el de su amigo que se mete los fajos en los bolsillos sin calibfrar las consecuencias de tan deplorable acto cometido por un agente de la Ley. Cuando Farnham va a depositar en la caja los billetes que ha cogido al vuelo, entra súbitamente en el plano la mano de Bruner deteniendo su intención de ser honesto. En ese momento hemos asistido al nacimiento del antecedente más claro del policía corrupto que se observa en el neo-noir de los años 60 y 70, y que tiene en otra película de Siegel, Brigada Homicida, su exponente más representativo. Este título es deudor de lo que Private Hell 36 muestra, como lo es también buena parte de la filmografía de Clint Eastwood, amigo y colaborador de Siegel en un puñado de obras, quien nunca ocultó esas influencias profesionales y personales del que considera como uno de los grandes de la Historia del Cine.
Notas:
(1) Hollywood Reporter, 31 de agosto de 1954, pág. 3.
(2) Siegel, Don: A Siegel Film. An Autobiography. Faber and
Faber, 1993. Pág. 171.
(3) Publicado en Action,
mayo-junio de 1967.
Copyright © Victor Arribas
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