SOGA DE ARENA
(Rope of Sand) Paramount, 1949. The irresistible glamour of Africa
África. La pasión del cine
norteamericano por el continente negro ha sido y es eterna, y se renueva en las
diferentes generaciones y etapas cinematográficas. Con frecuencia el género que
más ha visitado los escenarios de la sabana, el desierto y los Grandes Lagos ha
sido el de aventuras, pero en acercamientos esporádicos también lo han hecho el
cine romántico, el drama épico, el bélico… y el cine negro. Con Rope
of Sand el espectador se encuentra ante una fascinante muestra de mestizaje
de géneros en la que predominan elementos noir
como la ambición, la mujer mentirosa y casquivana, el flashback, y el componente perdedor de buena parte de los
personajes que pueblan la trama. Algo parecido ocurría en títulos como Cuando muere el día (Sundown, 1941) de Henry Hathaway, Argel (Algiers, 1938) de John Cromwell y su nueva versión, Casbah (1948) de John Berry, aunque por
su equivalencia en escenarios desnudos y arenosos, y por su lectura también
amarga de la codicia humana, el más comparable sería Cinco tumbas a El Cairo (Five
Graves to Cairo, 1943) de Billy Wilder. Pese a todo, la mayor parte de los
especialistas coinciden en que nos hallamos frente a una suerte de peculiar
aproximación heterogénea a Casablanca
(1942) de Michael Curtiz, un Casablanca
negro y atípico, en el que también un grupo de personajes encerrados en una
ciudad exótica se despellejan para lograr un codiciado tesoro: los
salvoconductos en la obra de Curtiz, los diamantes en esta joya del desierto.
Realizada siete años después que la mítica producción Warner, en Soga de arena vuelven a trabajar el
productor Hal B. Wallis y tres de sus actores inolvidables: Claude Rains, Peter
Lorre y Paul Henreid, aunque a las similitudes evidentes de la producción
habría que contraponer las ostensibles diferencias de fondo. Aquí, al contrario
que en Casablanca, revolotea una mujer alrededor de todos los hombres con
afán interesado; aquí a diferencia de Casablanca
el protagonista no es un cínico que busca su futuro lejos del foco del
conflicto sino un vengativo excazador que vuelve al lugar del conflicto para
arreglar cuentas con el pasado; aquí a diferencia de Casablanca ese protagonista no se sacrificará quedándose y
renunciando a la mujer a la que ama.
La soga de arena a la que hace
referencia el título queda especificada por la voz en off que abre el relato: “Este
desierto en Africa, donde un árbol reseco alivia los paralelos del tiempo y del
espacio, rodea como una soga de arena una zona rica en diamantes. Una tierra donde, afectados por la monotonía y el calor, los hombres
olvidan las reglas de la civilización” ("This part of the desert of South
Africa, where only a parched camelthorn tree relieves the endless parallel of
time and space and sky, surrounds like a rope of sand the richest diamond
bearing area in the world, an uneasy land where men inflamed by the monotony
and the heat, sometimes forget the rules of civilization”) . Dieterle
dispone a sus antihéroes en torno a esa franja de arena cálida y pedregosa para
enfrentarlos unos contra otros y todos contra todos, con una violencia pocas
veces soterrada, personificada sobre todo en el comandante Vogel y en sus odios
y torturas hacia aquellos que osan cruzar la línea roja de sus dominios para
llegar a las montañas de diamantes. Mike Davis no le va a la zaga: su obsesión es recuperar
los diamantes que dejó abandonados en un remoto paraje, pero también cobrarse
venganza si puede ser masacrando a su antagonista Vogel para zanjar cuentas
pendientes del pasado. Ese pasado que tanto pesa en el cine negro y que
atraviesa la narración de Soga de arena,
junto al odio, la falta de escrúpulos, la avaricia y el engaño. Todos mienten a
todos, y en ese arte de la mentira el dominador es el director de la
compañía Martingale, un Claude Rains
majestuoso a la altura de su soberbia actuación en Encadenados (Notorious,
1946), capaz de colocar la bola negra en la votación para la admisión de su
patrocinado Vogel en el club Perseus de Ciudad del Cabo, de contratar a la
buscavidas Suzanne Renaud para que sonsaque a Davis sobre sus propósitos, o
incluso de engañar a sus dos interlocutores en una secuencia final plena de
suspense y de emoción.
Pese a ser una historia
ambientada en Sudáfrica, en esa ciudad-lanzadera que es Diamandstad, no abundan
los personajes de raza negra, Hollywood seguramente no estaba aun preparado en
1949 para semejante avance racial, pero los dos que aparecen son determinantes
para la acción: el fugitivo cazado en las dunas tras atravesar la Zona Prohibida , y
el asistente de Mike Davis que sufre la agresión del brutal comandante de
policía de la
Colonial Diamond Company, que domina y sojuzga a los
habitantes de la ciudad. Poder contemplar esta extraordinaria película del
Hollywood clásico sin salir de casa es un verdadero lujo, máxime si se tiene en
cuenta que ha sido uno de esos filmes malditos que ha costado años localizar,
como ocurría también con Sangre en las
manos (Kiss the Blood off My Hands, 1948) de Norman Foster , Hondo (1953) de John Farrow o Fugitivos
del terror rojo (Man on a Tightrope,
1953) de Elia Kazan. Ha sido casi imposible verla en nuestro país desde que el
16 de septiembre de 1975 se hizo su
último pase televisivo. Por eso es un
placer aún mayor tenerla ahora entre las manos.
Considerado
uno de los mayores talentos de la producción en el cine norteamericano de la
época dorada junto a Thalberg, Cohn, Wanger o Zanuck, Hal B. Wallis tiene un hueco
propio en el glosario de ese movimiento tan atípico y difuso que es el Cine
Negro, descubierto y bautizado por los franceses años después de iniciarse. Su
adscripción a la compañía de los hermanos Warner y la apuesta de ésta en los
años 30 por el drama criminal, generalmente con las biografías de gangsters, le
permitió insertar su nombre en títulos inolvidables de aquella década como Hampa dorada (Little Caesar, 1930) o Los
violentos años 20 (The Roaring
Twenties, 1939). Wallis, definido por la revista Life como “un pionero entre los independientes y un
prototipo de ellos”, no era un
productor cualquiera: solía meter la cuchara en todos los aspectos de la
realización de una película, especialmente en la elaboración de los guiones
para los que elegía cuidadosamente a sus empleados y a los arreglistas (eso
ocurre con Soga de arena: Walter
Doniger escribe el guión sobre su propia historia, y Wallis contrata a John
Paxton para reescribir los diálogos y darles fuerza). En 1942 abandonó la
compañía en la que había desarrollado toda su carrera como director de
producción y fundó Hal Wallis’ Productions, pactando con Paramount la
distribución de la mayor parte de sus obras, como en el caso que nos ocupa. El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, 1946)
de Lewis Milestone, Al volver a la vida
(I Walkl Alone, 1948) de Byron Haskin
o Voces de muerte (Sorry, Wrong Number, 1948) de Anatole
Litvak contaron con un denominador
común: el actor Burt Lancaster, estrella en ciernes que protagoniza también Rope of Sand. El escritor Paxton no fue elegido al azar,
había escrito guiones como Historia de un
detective (Murder, my Sweet,
1945) y Encrucijada de odios (Crossfire, 1947) para Edward
Dmytryk, conocía por tanto el enfoque
progresista en los conflictos raciales y
el uso de la violencia como componente narrativa. Pero junto a Wallis,
el alma de la película analizada aquí es un curioso personaje de la sociedad
californiana que le acompañó durante décadas y con el que llegó a producir 63
films después de la salida de ambos de Warner: Joseph H. Hazen, abogado, cineasta, coleccionista
de arte y filántropo, con el que fundó la Wallis-Hazen Inc. cuyo primer
proyecto fue Soga de arena. Ambos dec idieron que las filmaciones de esta
árida y desértica película se realizaran, con las dificultades que eso
conllevaba, en el área polvorienta de Yuma, Arizona, escenario de aquella obra
recordada de Samuel Fuller con el mismo nombre en España. Trasladar al equipo
de producción a tantos miles de kilómetros de Hollywood supuso un coste y un
desgaste enormes, especialmente para la debutante en esta función, la joven actriz
Corinne Calvet, recordada por ser la
adolescente que guiaba a James Stewart por las montañas en Tierras Lejanas (The Far
Country, 1954) de Anthony Mann. Starlette francesa del “harén” de Hal Wallis
(1), Calvet fue en aquellos años conocida más por sus extravagancias y sus
pleitos que por sus capacidades dramáticas. Interpuso una demanda a la también
actriz Zsa Zsa Gabor por haber afirmado que no era francesa, y durante el
rodaje de ¡Vaya par de marinos! (Sailor Beware, 1952), con Jerry
Lewis y Dean Martin, cuando Wallis se atrevió a decir que llevaba pecho falso,
le puso inmediatamente la mano debajo de su vestido, delante de un incrédulo
Martin. En sus fascinantes y audaces memorias Has Corinne Been a Good Girl?:
The Intimate Memoirs of a French Actress in Hollywood (St Martins
Press, 1983), también cuenta que en su primera película con Martin y Lewis, My
Friend Irma Goes West (1950), el chimpancé Pierre se volvió sexualmente
loco porque la actriz tenía sus menstruaciones. Wallis y Hazen eligieron además
como jefe de fotografía a Charles B.
Lang, empleado de Paramount durante dos décadas, que usa brillantemente las
sombras de los interiores y la luminosidad asfixiante del desierto.
La
función tiene, con permiso de los anteriores,
dos grandes maestros de ceremonias: su estrella principal y su director.
Burton Stephen Lancaster (Nueva York, 1913- Los Angeles, 1994) tiene una de
esas biografías hollywoodienses que, sin llegar al nivel aventurero de un Raoul
Walsh o un George Raft, podría convertirse en argumento para una buena historia
en la pantalla. Fue gimnasta, acróbata circense junto a su inseparable Nick
Cravat, recorrió el país entero de circo en circo, sirvió para el ejército en
ultramar entreteniendo a las tropas con sus números, y fue actor de teatro en
la Gran Manzana. Hasta que otro gran productor, Mark Hellinger, le descubrió
para el Cine y le llevó a Hollywood para acompañar a Ava Gardner en Forajidos (The Killers,
1946) de Robert Siodmak. Pese a ser un
intérprete recordado sobre todo por sus actuaciones en el género de aventuras y
el western, en el noir exhibió un
gran registro dramático generalmente sobre personajes atormentados por el
pasado y castigados por el destino: Fuerza
bruta (Brute Force, 1947), El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1949) y la mencionada Sangre en las manos . Su magnífico
físico y su capacidad para llenar la pantalla con una simpatía y un don de
gentes extraordinarios fueron la tarjeta de presentación de este mito del cine
norteamericano de todos los tiempos, que por cierto revisitó el desierto en
varias de sus apariciones en la pantalla: el Sahara en Diez
Valientes (Ten Tall Men, 1951) y
el de México en Los Profesionales (The Professionals, 1966). Lancaster consideraba
Soga de arena como una de las peores
películas en las que había participado, y en su biografía escrita por Kate
Buford (2) apenas se reservan para ella tres o cuatro líneas despectivas. Sólo pretendió participando en esta
maltratada película cumplir con la obligación contractual de protagonizar una
película anual para el tándem Wallis/Paramount.
Dieterle
es el tercer gran William del cine clásico norteamericano tras Wyler y Wellman.
Actor y director nacido en Alemania siete años antes del nacimiento del siglo
XX, su formación artísitica hundía raíces en el teatro de Max Reihardt (3), que
influyó de forma determinante en su estética y su forma de visualizar la
escena. Con el fin de interpretar las versiones alemanas de sus películas, la Warner le reclamó desde
EEUU donde llegó a ser un reconocido realizador especializado en biografías
apasionantes (Benito Juárez, Louis Pasteur, Emile Zola), adaptaciones de clásicos literarios y
películas aventureras. De todas ellas, El hombre que vendió su alma (The Devil and Daniel Webster, 1941)
realizada para RKO, es la más apasionante y aguda, aunque ni mucho menos la más
conocida o popular (Blockade, Esmeralda
la zíngara, Cartas a mi amada, Jennie, La senda de los elefantes, con la
que volvería a escenarios exóticos…). Bill Dieterle es un semi olvidado artista
al que sólo las nuevas generaciones de cinéfilos están redescubriendo a través
del DVD y de Internet.
Los
hallazgos visuales y de puesta en escena de Soga
de arena son constantes y elevan el nivel de un guión algo convencional en cuanto a historia y esquema
narrativo, pero brillante en los diálogos. La función se abre de forma
impactante y magistral: un cartel que avisa de peligro en mitad del desierto,
advierte de la multa de 500 dólares o un año de cárcel para todo aquel que
cruce el área de diamantes, y a continuación un gran travelling siguiendo a un fugitivo de raza negra perseguido por un vehículo
oruga militar. La voz en off que ha
narrado el peligro de adentrarse en la Zona Prohibida deja paso a un relato
lineal, sólo alterado en el tiempo durante un flashback en el que se
recuerda el origen del conflicto, cuando Mike Davis fue abandonado por el
hombre que le contrató en mitad de las dunas y al que luego salvó de una muerte
segura. Son secuencias las del desierto de un enorme impacto físico, sedientas
y asfixiantes como esa pelea nocturna de Davis y Vogel, con la arena del
desierto incrustada en los ojos de los dos hombres exhaustos en su lucha a
muerte. Las grandes extensiones desérticas
son el gran decorado natural del film, pero en decorados construidos en los
estudios Paramount de Melrose Avenue se sitúa el club Perseus, la casa colonial
de Vogel, la comisaría y los locales nocturnos donde tiene lugar buena parte de
la acción. En uno de ellos se inicia la
seducción de la araña al cazador, de Suzanne Renaud con vestido negro de
tirantes a Mike Davis con el traje banco
característico de los lugares húmedos y calurosos. Las sombras, el humo de los
cigarrillos, los ventiladores moviendo sus aspas en el techo… y la partida de
póker intercambiando planos generales con planos muy cortos de los naipes y de
las reacciones de los jugadores. Una construcción visual de muchos
quilates. En ese ambiente tiene su
ámbito de influencia el siempre escurridizo y taciturno Peter Lorre, la guinda
de este pastel, en un rol muy similar al de Joel Cairo en Casablanca. A él pertenece
la frase más significativa del guión en una de sus clarividentes conversaciones
con Mike: “Coge al diamante y, químicamente hablando, es el más duro de todos los
materiales, tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma
humana…”. Aunque las frases lapidarias de Martingale, ese gusano sin
escrúpulos que quiere los diamantes y la gloria, no le van a la zaga: “¿Por qué no aprendo que lo más peligroso de
una mujer amoral es su tremenda e impredecible reserva de honestos
sentimientos?” dice al descubrir que Suzanne se ha enamorado de Davis. Los
retoques de Paxton se notan en esas extraordinarias soflamas, y en la invención
del nombre real de la prostituta que amalgama a los personajes masculinos: a
mitad del relato se nos explica que no se llama Suzanne Renaud, sino
Anisenelette Duvingneaud, y además es bailarina. Un verdadero golpe bajo al
espectador… Toady se reserva, en la secuencia del desenlace en el puerto
equivalente al aeropuerto de Casablanca, la línea final del guión en
la que queda un resquicio incluso para valorar mejor a Martingale-Louis Renault:
“Qué cosa asombrosa el diamante. Carbón,
hollín químicamente hablando, y aún así el más duro de todos los materiales,
tan duro que todo lo que toca sufre: el vidrio, el acero, el alma humana…,
excepto claro, bajo circunstancias inusuales y en las manos correctas. Sí, una
cosa asombrosa”.
Sinopsis:
Diamantstad. Sudáfrica. Una serie de personajes buscan unos diamantes escondidos en algún lugar de la Zona Prohibida , un área de acceso restringido que supone para todo aquel que lo atraviesa la tortura ordenada por el siniestro e implacable jefe de policía Vogel. Mike Davis regresa al lugar dos años después de haber descubierto un yacimiento de diamantes en mitad del desierto en los terrenos de la compañía extractora. Su director, Martingale, contrata a una aventurera llamada Suzanne Renaud para que seduzca a Davis y consiga la información del lugar en el que se encuentra el filón. Las relaciones entre los cuatro se van complicando hasta el violento y mortal desenlace.
Notas:
(1)
El inicio de este famoso esclavismo que el productor aplicaba
sobre sus estrellas femeninas en ciernes era sencillo. Wallis prestaba dinero a sus jóvenes promesas para
que compraran casas en Hollywood y luego
les pedía a cambio cualquier cosa.
(2)
Buford, Kate. Burt Lancaster. An American Life (Da Capo Press, 2000)
(3)
Junto a Reinhardt
dirigió El sueño de una noche de verano
(A Midsummer Night’s Dream) en 1935,
tras convencer a la Warner
de que le dejaran poner en marcha un proyecto tan ambicioso (y fallido).
Copyright © Víctor Arribas
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