miércoles, 5 de febrero de 2014

Corrupción policial en L.A.


                Ocurre hasta en las mejores familias. Ya se puede tener fama y trayectoria intachables, como el cuerpo de Policía de Los Angeles (LAPD),  que el destino hace casi inevitable la aparición de ovejas negras que intentan contaminar el rebaño.  La narración vigorosa y sólida que propone Infierno 36  dibuja el perfil de uno de esos policías que sucumben a la tentación de apropiarse de lo ajeno, porque tenerlo delante es una tentación demasiado a la vista. El agente Calhoun Bruner saca de sí mismo lo peor del ser humano y se olvida de la placa y los valores que representa, en un tramo final de la película que sirve para la acción de contrapunto de su compañero Jack Farnham, hasta entonces perfecto complemento profesional y personal del turbio policía, y convertido en voz de su conciencia. Los cien mil dólares que Bruner roba durante la operación de captura del sospechoso podrían servir para una vida más placentera y hedonista al otro lado de la frontera con México, pero  son una sucia mancha en el historial además de una traición a la confianza de los ciudadanos que depositan su seguridad en manos de la Policía. En términos jurídicos podríamos estar hablando de una mancha similar a la de un juez que comete prevaricación: traiciona lo más  sagrado de su condición de servidor público. En el cine (negro) la desviación en la conducta de los funcionarios ha tenido, en la época clásica norteamericana, grandes títulos como referencia, pero no siempre la corrupción que aparece entre los que están a este lado de la Ley lo hace en forma de apropiación del dinero antes en poder de los delincuentes.  No todos son tampoco como el capitán Renault (Claude Rains) de Casablanca (1942), que recibía sobornos por salvoconductos para salir de la ciudad norteafricana; algunos miran para otro lado y hacen la vista gorda con el juego clandestino y el delito hasta que exigen su parte del botín en un robo bien planificado, como el teniente Dietrich (Barry Kelley) de La jungla de asfalto ( The Asphalt Jungle, 1950); otros como el oficial Garwood (Van Heflin) cruzan la barrera de lo legal para robarle la esposa a un confiado ciudadano en El merodeador (The Prowler, 1951);  todo un Departamento de Policía puede estar implicado en la trama mafiosa como descubre el Sargento Bannion (Glenn Ford) en Los sobornados (The Big Heat, 1953); los hay que se creen la Ley, y que nada hay por encima de ellos hasta el punto de confundir el Bien con el Mal, como el sargento Hank Quinlan (Orson Welles) de Sed de mal (Touch of Evil, 1958); por no citar otras corrupciones policiales más recientes aparecidas en films que perpetúan el género como Copland (1997), L.A. Confidential (1997) o las dos versiones de Teniente corrupto (Bad Lieutenant,  1992 y 2009) firmadas por Abel Ferrara y Werner Herzog.



                Private Hell 36 goza de una peculiaridad argumental sobre todas las obras mencionadas. El espectador confía en el joven agente y en su compañero, nada que no sea subliminal o tan sólo insinuado (apreciable sólo en una segunda o tercera revisión de la película) hace pensar que Calhoun Bruner va a sufrir un arrebato de avaricia. Es incluso descartable una vez aparece en escena la cautivadora Ida Lupino en su personaje de Lily Marlowe, del que Bruner se enamora, y que parece querer salir con él de un cierto submundo nocturno y ajetreado en el que se mueve. Ese rapto de codicia, que se produce en una magnífica secuencia de suspense al caer el coche del atracador por un barranco y quedar el botín a disposición de la pareja de policías, revela su sentimiento larvado del delito, confirmando que en toda familia modélica hay algún caso perdido. La investigación posterior de la desaparición de una tercera parte del dinero, la huída preparada por Bruner y el escondite hallado (gran hallazgo del guión) en una autocaravana con el número 36, hacen subir el crescendo narrativo hasta un final trágico pero fácilmente adivinable. La inclusión de este oficial de policía al margen de las normas y traidor de sus propios juramentos provocó la crítica de muchos analistas en el año de su estreno.  El Hollywood Reporter (1) se quejó de que "las películas corren el peligro de excederse al retratar a la policía  y , en un momento trascendental,   de crear una falsa impresión desfavorable de los métodos norteamericanos de aplicación de la ley a la vista de los países extranjeros. Esta es la tercera película que ha disertado sobre este tema ultimamente ".  

                   

¿Puede un director formado en las claves del western clásico y bajo la influencia de otros como Hawks y Walsh, dominar el noir y hacerse cargo de un proyecto como Infierno 36? Es obvio, a la vista del resultado, que sí aunque inicialmente en esta película trabaje por encargo y con un guión elaborado y cerrado por una de las estrellas del reparto, a la sazón ex mujer del productor y cofundadora de la compañía bajo cuyo sello se llevó a cabo la producción. No sólo eso. Gracias a procesos de aprendizaje avanzado como éste, como El gran robo (The Big Steal, 1949), como Cuenta las horas (Count The Hours, 1953) o como Motín en el Pabellón 11 (Riot in Cell Block 11, 1954), Don Siegel se convirtió en un gran experto tras las cámaras con un puñado de obras destacables en varios géneros pero con un acento muy reconocido en el policíaco, y especialista en el estudio de la violencia en su país. Donald Siegel (Chicago, Illinois, 1912- Nipomo, California, 1991) llegó a ser en la década de los 60 un aventajado representante de lo que se ha llamado “Generación de la violencia” junto a Sam Fuller, Robert Aldrich, Richard Brooks o Richard Fleischer, forjando títulos incluidos en esa tendencia como Código del hampa (The Killers, 1964), Brigada homicida (Madigan, 1968) y La jungla humana (Coogan’s Bluff, 1969), para distinguirse más tarde en los 70 como el gran líder del thriller delictivo en el  que se  confunde el Bien con el Mal en la labor policial, y en el que los transgresores de las normas suelen ser psicópatas irreconducibles como en Harry, el sucio (Dirty Harry, 1971) y Telefono (Telephon, 1977), o temperamentales cerebros planeando el golpe perfecto como en La gran estafa (Charley Varrick, 1972). Como dominador de otros géneros destacó en su celebrada incursión en el fantástico con La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), una clara parábola en la época de la Caza de Brujas. Buscando las fuentes documentales en los inicios de una de las grandes filmografías del cine norteamericano en la segunda mitad del siglo XX, encontramos que sus películas insertadas en el film noir en los años 50 son series B  realizadas en apenas dos semanas, con gran economía narrativa y de medios , con “antihéroes inadaptados sociales en un mundo dominado por la corrupción” (Andrew Sarris). Para Private Hell 36, Siegel fue elegido por una productora independiente, Filmakers Productions Inc., que se encargó también de la distribución, y cuyos propietarios Ida Lupino y Collier Young  habían escrito  la historia y el guión sin dejar nada a la improvisación. En su divertida y en muchos momentos sorprendente autobiografía, escribió: “cuando me presenté y leí unas cuarenta páginas, empecé a sentirme incómodo porque ellos querían que empezara a rodar lo antes posible. Yo quería empezar cuando el guión estuviera acabado y después de añadir mis propias ideas al guión” (2). Con esos mimbres afronta el director un rodaje en el que el elemento clave de la puesta en escena se convierte en su único refugio para dotar a la obra de un carácter más personal e influyente en sus trabajos posteriores. Los escenarios naturales en los que se rodó, como el hipódromo Hollywood Park Racetrack de Inglewood, se combinaron con la mayor parte de las tomas  en los estudios Republic de Radford Avenue, un paraíso de la serie B. Siegel  eligió como asistente para los diálogos a un joven que ya despuntaba y que fue acreditado como David Peckinpah, años después realizador de gran trascendencia conocido como Sam Peckinpah, y vió frustrada la opción de que el actor Edmond O’Brien, un icono del género noir, pudiera interpretar al agente corrupto que se enfrenta a la rectitud de su compañero Howard Duff. Las imágenes de Infierno 36 son captadas por la cámara de uno de los grandes  directores de fotografía del Cine clásico, Burnett Guffey, cuyas aportaciones al cine negro son innumerables y van desde los interiores contrastados de En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949) a los exteriores rectilíneos y asfixiantes de The Sniper (1951), dos obras maestras de Nicholas Ray y Edward Dmytryk.


Uno de los grandes atractivos de la película es la presencia, casi omnipresencia, de la actriz, directora, cantante y escritora Ida Lupino, la “reina de las B-movies”. Pero podría también ser conocida como la “reina de las noir-movies”, por su presencia inquietante y sofisticada, por su hiperactividad en la época clásica, y por el virtuosismo e inteligencia que desplegó en sus personajes y en sus facetas artísticas como directora, productora y guionista. Ida (Londres, 1918- Los Angeles, 1995) mostró siempre, durante sus años de formación en el Cine, unas inquietudes que le distanciaban del resto de actrices de su generación: ella quería siempre ir más allá, investigar la forma de rodar de los directores y la de escribir de los guionistas.  Esos años iniciáticos en Hollywood tras una carrera dramática en su país natal estuvieron unidos siempre a Warner Bros., la productora en la que apareció en grandes obras como Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935) de Henry Hathaway, Pasión ciega (They Drive By Night, 1940)  y El último refugio (High Sierra, 1941), ambas de Raoul Walsh.  Al desvincularse del estudio, inició su carrera como independiente aunque siguió firmando apariciones estelares para Jean Negulesco (El parador del camino, 1948) y Nicholas Ray (On Dangerous Ground, 1952). Por aquellos años ya había decidido dar el salto a la dirección  y convertirse en la primera mujer de relevancia que dirigió películas importantes en Estados Unidos, incluso un gran título del film noir ha entrado en la leyenda del culto entre los cinéfilos: El autostopista (The Hitch-Hiker, 1953), basada en un secuestro real y rodada en los mismos escenarios donde se produjo, un prodigio de serie B amparada por su propia compañía cuya denominación mutó de Emerald Productions a The Filmakers para terminar como Bridget Productions, en honor a su única hija que aparece fugazmente en Infierno 36Outrage (1950) y The Bigamist (1954) completaron su trilogía más reconocida en la que se ocupó de los problemas sociales de las mujeres (violación, bigamia, enfermedades) y rompió muchas lanzas por su independencia y su inserción con todos los derechos en la sociedad americana de la época, en un mundo de hombres.  Lupino se separó del escritor Collier Young apenas unos años antes de realizarse Private Hell 36, pero aún eran socios en la compañía. Al también coguionista de la historia le tocó presenciar durante el rodaje como su ex se acurrucaba con su marido actual, el coprotagonista del film Howard Duff, que a su vez asistió a la relación romántica de ficción que protagonizaron en el relato la actriz y el protagonista Steve Cochran.  Retazos de sus dotes como organizadora eran su costumbre de ocupar la silla de director en el set con las palabras “Mother of Us All” en lugar de su nombre o de hacerse llamar Mother durante los rodajes como explicó en su texto “Me, Mother Directress”  (3).
                Cochran (Eureka, California, 1917- Océano Pacífico, 1965) fue otro destacado intérprete de la serie negra, muy reconocible en papeles de gangster en varias películas del género: fue el desleal Big Ed Sommers en Al rojo vivo (White Heat , 1949) para Raoul Walsh en Warner, uno de los atracadores de la banda tri-estatal en Carretera 301 (Highway 301, 1950) de Andrew L. Stone, y el jefe mafioso Joe Sante en La vida de un gángster (I, Mobster, 1958) de Roger Corman. Siempre supo seducir a las mujeres en la vida real y en el cine, y murió de una infección pulmonar a bordo de su yate frente a las costas de Guatemala, ante la incapacidad de las tres bellas señoritas que le acompañaban para llevar a puerto la embarcación.  Junto a él y como otra de las starlettes del reparto en un personaje secundario como la mujer del policía Duff, la cautivadora Dorothy Malone (Chicago, Illinois, 1926) que hizo su gran debut en una escena de El sueño eterno (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks junto a Bogart, y que más tarde destacó en los melodramas de Douglas Sirk. Malone es una de las estrellas aún vivas de la época dorada del cine, vive plácidamente su vejez en su casa de las colinas de Hollywood a poca distancia del famoso cartel que corona la ciudad. 


Como ocurre en muchas películas marcadas por la estética de la violencia, en muchos títulos de Fuller especialmente, la primera secuencia  de Private Hell es impactante y muestra un crimen. Vemos un ascensor, del que sale un atracador y deja atrás mortalmente tendido en el suelo a su víctima, la víctima del robo que  acaba de cometerse y que será el McGuffin que nos llevará hasta la costa oeste para que veamos en la primera mitad del film cómo actúa la policía en su investigación de un robo y en la persecución del portador del botín. Este, al que casi  nunca veremos pese a ser el objeto de la trama, va dejando un rastro de billetes marcados que son detectados y rápidamente localizados por la Policía. Estamos asistiendo en esos primeros compases a un típico police procedural, a una suerte de documental  muy al estilo del cine negro, en el que se nos muestran las habilidades del cuerpo policial y sus procedimientos para capturar a los delincuentes. Poco a poco, Siegel y los guionistas van introduciendo esa otra historia personal que se inserta en la rutina de los agentes: Farnham casado y con una chica esperándole en casa a la hora de la cena, y Bruner solitario y cautivado rápidamente por los ojos y la voz de la cantante cabaretera que aparece en plena investigación, Lily Marlowe. La disección de la puesta en escena revela las influencias de otros medios como la radio y la televisión, y permite observar momentos de una elevada intensidad en la narración, como las secuencias en el hipódromo, o mucho más provista de acción la modélica persecución en automóvil que anticipa la magnífica The Line Up. Los dos coches, el del sospechoso del robo en Nueva York y el de los policías perseguidores, corren raudos por la montaña hasta que el asesino cae por un barranco, y su cuerpo es extraído por los agentes del interior del coche. Todo sin palabras, sólo con el sonido de fondo de la radio del vehículo, hasta que un billete se posa casualmente en el zapato izquierdo de Bruner, que mira hacia el punto de partida del dinero que está volando por los aires: una caja de caudales abierta. Sin mediar una sola línea de diálogo, los dos personajes ven pasar ante sus ojos la tentación de quedarse con la pasta, al menos con una parte, pero el sentimiento de culpa de Farnham es demasiado grandes, mucho más que el de su amigo que se mete los fajos en los bolsillos sin calibfrar las consecuencias de tan deplorable acto cometido por un agente de la Ley.  Cuando Farnham va a depositar en la caja los billetes que ha cogido al vuelo,  entra súbitamente en el plano la mano de Bruner deteniendo su intención de ser honesto. En ese momento hemos asistido al nacimiento del antecedente más claro del policía corrupto que se observa en el neo-noir de los años 60 y 70, y que tiene en otra película de Siegel, Brigada Homicida, su exponente más representativo. Este título es deudor de lo que Private Hell 36 muestra, como lo es también buena parte de la filmografía de Clint Eastwood, amigo y colaborador de Siegel en un puñado de obras, quien nunca ocultó esas influencias profesionales y personales del que considera como uno de los grandes de la Historia del Cine.

Notas:



(1) Hollywood Reporter, 31 de agosto de 1954, pág. 3.
(2) Siegel, Don: A Siegel Film. An Autobiography. Faber and Faber, 1993. Pág. 171.
(3) Publicado en Action, mayo-junio de 1967.


                                                                                         
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